Quién fue Nietzsche y en qué consiste su filosofía nihilista

Fue filósofo, filólogo y poeta del siglo XIX.Criticó fuertemente la religión, cultura y valores de la sociedad occidental.

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Quién fue Nietzsche y en qué consiste su filosofía nihilista

Friedrich Nietzsche, filósofo alemán que renunció a su ciudadanía por el resto de su vida.

El filósofo, filólogo y poeta alemán Friedrich Nietzsche, fue uno de los pensadores más populares y polémicos, cuyas ideas sobre religión, moral, historia y ciencia, entre otras, ejercieron fuerte influencia en Occidente. ¿En qué consiste su filosofía nihilista?

Vivió durante la segunda mitad del Siglo XIX e hizo una fuerte crítica de la cultura, la religión y la filosofía occidental.

Sostuvo que la religión nace del miedo que el hombre tiene de sí mismo y uno de sus argumentos fundamentales indicaba que los valores tradicionales, representados en esencia por el cristianismo.

Nietzsche renunció a su ciudadanía alemana, manteniéndose sin ninguna nacionalidad por el resto de su vida.

Quién fue Friedrich Nietzsche

Nació el 15 de octubre de 1844 en Prusia y falleció el 25 de agosto de 1900 a los 56 años. Además de sus estudios, al joven Nietzsche le gustaba la escritura de poemas y composiciones musicales.

Después de su graduación del colegio Schulpforta de Naumburgo en 1864, Nietzsche comenzó sus estudios en teología y filología clásica en la Universidad de Bonn. Antes de eso ya había escrito una especie de tratado filosófico titulado «Sobre el origen del mal».

En 1865 se familiarizó con la obra de Arthur Schopenhauer y de Friedrich Albert Lange, lo que lo motivó desde el punto de vista filosófico y pasó a ser su disciplina de interés, aún más que la filología.

Igualmente, llegó a ser el profesor más joven de la Universidad de Basilea de filología clásica. En 1869 la Universidad de Leipzig le concedió el doctorado sin examen ni disertación en mérito a la calidad de sus investigaciones.Friedrich Nietzsche. Foto: AFP / Archivo.Friedrich Nietzsche.

En esa época Nietzsche renunció a su ciudadanía alemana, manteniéndose sin ninguna nacionalidad por el resto de su vida.

Casi todo lo de Nietzsche fue escrito en pequeños fragmentos; textos breves que pueden ser de una línea o una página pero que siempre son capaces de impactar con fuerza en el lector y se los conoce como “aforismos”.

Entre sus grandes obras se encuentran ensayos como La gaya cienciaAsí habló Zaratustra y Humano, demasiado humano, entre varios otros.

En qué consiste la filosofía nihilista de Nietzsche

Nietzche tomó la manera griega de ver el mundo como un síntoma de decadencia, planteó una crítica al mundo racional, al mundo moral y al mundo religioso.

Si bien no era algo nuevo para esa época, fue quien más fuerte resonó con su frase «Dios ha muerto«.

Fue impulsor del nihilismo, que puede ser considerado como una crítica política, social y cultural a las costumbres, valores y creencias de la sociedad. El término nihilismo es uno de los conceptos más populares de la historia reciente de la filosofía.

Una ilustración sobre Friedrich Nietzsche. Foto: archivo.

El portal especializado Filosofía & Co, ahonda sobre el concepto: «La palabra nihilismo tiene su origen en el vocablo nihil, que en latín significa ‘nada’. Añadiendo el sufijo ‘-ismo’, la palabra nihilismo significa etimológicamente la postura o doctrina de la nada».

Así, el nihilista, según lo expuesto antes, es aquella persona que cree en la nada o quien no cree en ningún principio.

El concepto surgió antes de la filosofía nietzscheana, cuando, por ejemplo, en el siglo IV a. C. San Agustín acusaba de nihilistas a los no creyentes.

Pero el nihilismo en Nietzsche tomó otra dimensión y robustez, y es un autor central de esta corriente.

En su visión de las ideas en decadencia de la moral y valores cristianos, el nihilismo es un advenimiento de esa «desvalorización de los valores supremos».

Fuente: https://www.clarin.com/internacional/nietzsche-consiste-filosofia-nihilista_0_zF8FrljOLA.html

Karl Marx

(Tréveris, Prusia occidental, 1818 – Londres, 1883) Pensador socialista y activista revolucionario de origen alemán. Raramente la obra de un filósofo ha tenido tan vastas y tangibles consecuencias históricas como la de Karl Marx: desde la Revolución rusa de 1917, y hasta la caída del muro de Berlín en 1989, la mitad de la humanidad vivió bajo regímenes políticos que se declararon herederos de su pensamiento.


Karl Marx

Contra lo que pudiera parecer, el fracaso y derrumbamiento del bloque comunista no habla en contra de Marx, sino contra ciertas interpretaciones de su obra y contra la praxis revolucionaria de líderes que el filósofo no llegó a conocer, y de los que en cierto modo se desligó proféticamente al afirmar que él no era marxista. Ciertamente fallaron sus predicciones acerca del inevitable colapso del sistema capitalista, pero, frente a los socialistas utópicos, apenas se interesó en cómo había de organizarse la sociedad. En lugar de ello, Marx se propuso desarrollar un socialismo científico que partía de un detallado estudio del capitalismo desde una perspectiva económica y revelaba las perversiones e injusticias intrínsecas del sistema capitalista.

En tal análisis, fecundo por los desarrollos posteriores y vigente en muchos aspectos, reside el verdadero valor de su legado. En cualquier caso, es innegable la altura de sus ideales; nunca ambicionó nada excepto «trabajar para la humanidad», según sus propias palabras. Y, refiriéndose a su libro El capital, dijo: «Dudo que nadie haya escrito tanto sobre el dinero teniendo tan poco».

Biografía

Karl Marx procedía de una familia judía de clase media; su padre era un abogado convertido recientemente al luteranismo. Estudió en las universidades de Bonn, Berlín y Jena, doctorándose en filosofía por esta última en 1841. Desde esa época el pensamiento de Marx quedaría asentado sobre la dialéctica de Hegel, si bien sustituyó el idealismo hegeliano por una concepción materialista, según la cual las fuerzas económicas constituyen la infraestructura subyacente que determina, en última instancia, fenómenos «superestructurales» como el orden social, político y cultural.

En 1843 se casó con Jenny von Westphalen, cuyo padre inició a Marx en el interés por las doctrinas racionalistas de la Revolución francesa y por los primeros pensadores socialistas. Convertido en un demócrata radical, Marx trabajó algún tiempo como profesor y periodista; pero sus ideas políticas le obligaron a dejar Alemania e instalarse en París (1843).

Por entonces estableció una duradera amistad con Friedrich Engels, que se plasmaría en la estrecha colaboración intelectual y política de ambos. Fue expulsado de Francia en 1845 y se refugió en Bruselas; por fin, tras una breve estancia en Colonia para apoyar las tendencias radicales presentes en la Revolución alemana de 1848, pasó a llevar una vida más estable en Londres, en donde desarrolló desde 1849 la mayor parte de su obra escrita. Su dedicación a la causa del socialismo le hizo sufrir grandes dificultades materiales, superadas gracias a la ayuda económica de Engels.


Engels y Marx

Marx partió de la crítica a los socialistas anteriores, a los que calificó de «utópicos», si bien tomó de ellos muchos elementos de su pensamiento (particularmente, de autores como Saint-Simon, Robert Owen o Charles Fourier). Tales pensadores se habían limitado a imaginar cómo podría ser la sociedad perfecta del futuro y a esperar que su implantación resultara del convencimiento general y del ejemplo de unas pocas comunidades modélicas.

Por el contrario, Marx y Engels pretendían hacer un «socialismo científico», basado en la crítica sistemática del orden establecido y el descubrimiento de las leyes objetivas que conducirían a su superación; la fuerza de la revolución (y no el convencimiento pacífico ni las reformas graduales) sería la forma de acabar con la civilización burguesa. En 1848, a petición de una liga revolucionaria clandestina formada por emigrantes alemanes, Marx y Engels plasmaron tales ideas en el Manifiesto Comunista, un panfleto de retórica incendiaria situado en el contexto de las revoluciones europeas de 1848.

El capital

Posteriormente, durante su estancia en Inglaterra, Marx profundizó en el estudio de la economía política clásica y, apoyándose fundamentalmente en el modelo de David Ricardo, construyó su propia doctrina económica, que plasmó en El capital; de esa obra monumental sólo llegó a publicar el primer volumen (1867), mientras que los dos restantes los editaría después de su muerte su amigo Engels, poniendo en orden los manuscritos preparados por Marx.

Partiendo de la doctrina clásica, según la cual sólo el trabajo humano produce valor, Marx señaló la explotación del trabajador, patente en la extracción de la plusvalía, es decir, la parte del trabajo no pagada al obrero y apropiada por el capitalista, de donde surge la acumulación del capital. Denunciaba con ello la esencia injusta, ilegítima y violenta del sistema económico capitalista, en el que veía la base de la dominación de clase que ejercía la burguesía.


Karl Marx

Sin embargo, su análisis aseguraba que el capitalismo tenía carácter histórico, como cualquier otro sistema, y no respondía a un orden natural inmutable como habían pretendido los clásicos: igual que había surgido de un proceso histórico por el que sustituyó al feudalismo, el capitalismo estaba abocado a hundirse por sus propias contradicciones internas, dejando paso al socialismo. La tendencia inevitable al descenso de las tasas de ganancia se iría reflejando en crisis periódicas de intensidad creciente hasta llegar al virtual derrumbamiento de la sociedad burguesa; para entonces, la lógica del sistema habría polarizado a la sociedad en dos clases contrapuestas por intereses irreconciliables, de tal modo que las masas proletarizadas, conscientes de su explotación, acabarían protagonizando la revolución que daría paso al socialismo.

En otras obras suyas, Marx completó esta base económica de su razonamiento con otras reflexiones de carácter histórico y político: precisó la lógica de lucha de clases que, en su opinión, subyace en toda la historia de la humanidad y que hace que ésta avance a saltos dialécticos, resultado del choque revolucionario entre explotadores y explotados, como trasunto de la contradicción inevitable entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el encorsetamiento al que las someten las relaciones sociales de producción.

También indicó Marx el objetivo último de la revolución socialista que esperaba: la emancipación definitiva y global del hombre (al abolir la propiedad privada de los medios de producción, que era la causa de la alienación de los trabajadores), completando así la emancipación meramente jurídica y política realizada por la revolución burguesa (que identificaba con el modelo francés). Sobre esa base, Marx apuntaba hacia un futuro socialista entendido como realización plena de las ideas de libertad, igualdad y fraternidad, como fruto de una auténtica democracia; la «dictadura del proletariado» tendría un carácter meramente instrumental y transitorio, pues el objetivo no era el reforzamiento del poder estatal con la nacionalización de los medios de producción, sino el paso (tan pronto como fuera posible) a la fase comunista en la que, desaparecidas las contradicciones de clase, ya no sería necesario el poder coercitivo del Estado.

La Primera Internacional

Marx fue, además, un incansable activista de la revolución obrera. Tras su militancia en la diminuta Liga de los Comunistas (disuelta en 1852), se movió en los ambientes de los conspiradores revolucionarios exiliados hasta que, en 1864, la creación de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) le dio la oportunidad de impregnar al movimiento obrero mundial de sus ideas socialistas.

En el seno de aquella Primera Internacional, gran parte de sus energías las absorbió la lucha contra el moderado sindicalismo de los obreros británicos y contra las tendencias anarquistas continentales representadas por Pierre Joseph Proudhon y Mijaíl Bakunin. Marx triunfó e impuso su doctrina como línea oficial de la Internacional, si bien ésta acabaría por hundirse como efecto combinado de las divisiones internas y de la represión desatada por los gobiernos europeos a raíz de la revolución de la Comuna de París (1870).

Retirado desde entonces de la actividad política, Marx siguió ejerciendo su influencia a través de sus discípulos alemanes, como August Bebel o Wilhelm Liebknecht; desde su creación en 1875, ambos fueron figuras de peso en el Partido Socialdemócrata Alemán, grupo dominante de la Segunda Internacional que, bajo inspiración decididamente marxista, se fundó en 1889. Muerto ya Marx, Engels asumió el liderazgo moral de aquel movimiento; la influencia ideológica del marxismo seguiría siendo determinante durante un siglo.

Sin embargo, el empeño vital de Marx había sido el de criticar el orden burgués y preparar su destrucción revolucionaria, evitando caer en las ensoñaciones idealistas de las que acusaba a los visionarios utópicos; por ello no dijo apenas nada sobre el modo en que debían organizarse el Estado y la economía socialistas una vez conquistado el poder, dando lugar a interpretaciones muy diversas entre sus adeptos. Dichos seguidores se escindieron entre una rama socialdemócrata cada vez más orientada a la lucha parlamentaria y a la defensa de mejoras graduales salvaguardando las libertades políticas individuales (Karl Kautsky, Eduard Bernstein, Friedrich Ebert) y una rama comunista que dio lugar a la Revolución bolchevique en Rusia y al establecimiento de Estados socialistas con economía planificada y dictadura de partido único (Lenin y Stalin en la URSS y Mao Tse-tung en China).

Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/m/marx_karl.htm

Immanuel Kant

(Königsberg, hoy Kaliningrado, actual Rusia, 1724 – id., 1804) Filósofo alemán. Hijo de un modesto guarnicionero, fue educado en el pietismo. En 1740 ingresó en la Universidad de Königsberg como estudiante de teología y fue alumno de Martin Knutzen, quien lo introdujo en la filosofía racionalista de Leibniz y Christian Wolff, y le imbuyó así mismo el interés por la ciencia natural, en particular, por la mecánica de Newton.


Kant

Su existencia transcurrió prácticamente por entero en su ciudad natal, de la que no llegó a alejarse más que un centenar de kilómetros cuando residió por unos meses en Arnsdorf como preceptor, actividad a la cual se dedicó para ganarse el sustento luego de la muerte de su padre, en 1746. Tras doctorarse en la Universidad de Königsberg a los treinta y un años, ejerció en ella la docencia y en 1770, después de fracasar dos veces en el intento de obtener una cátedra y de haber rechazado ofrecimientos de otras universidades, fue nombrado por último profesor ordinario de lógica y metafísica.

La vida que llevó ha pasado a la historia como paradigma de existencia metódica y rutinaria. Es conocida su costumbre de dar un paseo vespertino a diario, a la misma hora y con idéntico recorrido, hasta el punto de que llegó a convertirse en una especie de señal horaria para sus conciudadanos; se cuenta que la única excepción se produjo el día en que la lectura de Emilio o De la educación, de Jean-Jacques Rousseau, lo absorbió tanto como para hacerle olvidar su paseo, hecho que suscitó la alarma de sus conocidos.

La filosofía de Kant

En el pensamiento de Kant suele distinguirse un período inicial, denominado precrítico, caracterizado por su apego a la metafísica racionalista de Wolff y su interés por la física de Newton. En 1770, tras la obtención de la cátedra, se abrió un lapso de diez años de silencio durante los que acometió la tarea de construir su nueva filosofía crítica, después de que el contacto con el empirismo escéptico de David Hume le permitiera, según sus propias palabras, «despertar del sueño dogmático».

En 1781 se abrió el segundo período en la obra kantiana, al aparecer finalmente la Crítica de la razón pura, en la que trata de fundamentar el conocimiento humano y fijar asimismo sus límites; el giro copernicano que pretendía imprimir a la filosofía consistía en concebir el conocimiento como trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos; resultado de la intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el nóumeno) es por definición incognoscible.

Pregunta fundamental en su Crítica es la posibilidad de establecer juicios sintéticos (es decir, que añadan información, a diferencia de los analíticos) y a priori (con valor universal, no contingente), cuya posiblidad para las matemáticas y la física alcanzó a demostrar, pero no para la metafísica, pues ésta no aplica las estructuras trascendentales a la experiencia, de modo que sus conclusiones quedan sin fundamento; así, el filósofo puede demostrar a la vez la existencia y la no existencia de Dios, o de la libertad, con razones válidas por igual.

El sistema fue desarrollado por Kant en su Crítica de la razón práctica, donde establece la necesidad de un principio moral a priori, el llamado imperativo categórico, derivado de la razón humana en su vertiente práctica; en la moral, el hombre debe actuar como si fuese libre, aunque no sea posible demostrar teóricamente la existencia de esa libertad. El fundamento último de la moral procede de la tendencia humana hacia ella, y tiene su origen en el carácter a su vez nouménico del hombre.

Kant trató de unificar ambas «Críticas» con una tercera, la Crítica del juicio, que estudia el llamado goce estético y la finalidad en el campo de la naturaleza. Cuando en la posición de fin interviene el hombre, el juicio es estético; cuando el fin está en función de la naturaleza y su orden peculiar, el juicio es teleológico. En ambos casos cabe hablar de una desconocida raíz común, vinculada a la idea de libertad. A pesar de su carácter oscuro y hermético, los textos de Kant operaron una verdadera revolución en la filosofía posterior, cuyos efectos llegan hasta la actualidad.

Fuente:https://www.biografiasyvidas.com/biografia/k/kant.htm

René Descartes

Filósofo y matemático francés. Después del esplendor de la antigua filosofía griega y del apogeo y crisis de la escolástica en la Europa medieval, los nuevos aires del Renacimiento y la revolución científica que lo acompañó darían lugar, en el siglo XVII, al nacimiento de la filosofía moderna.

El primero de los ismos filosóficos de la modernidad fue el racionalismo; Descartes, su iniciador, se propuso hacer tabla rasa de la tradición y construir un nuevo edificio sobre la base de la razón y con la eficaz metodología de las matemáticas. Su «duda metódica» no cuestionó a Dios, sino todo lo contrario; sin embargo, al igual que Galileo, hubo de sufrir la persecución a causa de sus ideas.

La filosofía de Descartes

Descartes es considerado como el iniciador de la filosofía racionalista moderna por su planteamiento y resolución del problema de hallar un fundamento del conocimiento que garantice su certeza, y como el filósofo que supone el punto de ruptura definitivo con la escolástica. En el Discurso del método (1637), Descartes manifestó que su proyecto de elaborar una doctrina basada en principios totalmente nuevos procedía del desencanto ante las enseñanzas filosóficas que había recibido.

Convencido de que la realidad entera respondía a un orden racional, su propósito era crear un método que hiciera posible alcanzar en todo el ámbito del conocimiento la misma certidumbre que proporcionan en su campo la aritmética y la geometría. Su método, expuesto en el Discurso, se compone de cuatro preceptos o procedimientos: no aceptar como verdadero nada de lo que no se tenga absoluta certeza de que lo es; descomponer cada problema en sus partes mínimas; ir de lo más comprensible a lo más complejo; y, por último, revisar por completo el proceso para tener la seguridad de que no hay ninguna omisión.

El sistema utilizado por Descartes para cumplir el primer precepto y alcanzar la certeza es «la duda metódica». Siguiendo este sistema, Descartes pone en tela de juicio todos sus conocimientos adquiridos o heredados, el testimonio de los sentidos e incluso su propia existencia y la del mundo. Ahora bien, en toda duda hay algo de lo que no podemos dudar: de la misma duda. Dicho de otro modo, no podemos dudar de que estamos dudando. Llegamos así a una primera certeza absoluta y evidente que podemos aceptar como verdadera: dudamos.

Pienso, luego existo

La duda, razona entonces Descartes, es un pensamiento: dudar es pensar. Ahora bien, no es posible pensar sin existir. La suspensión de cualquier verdad concreta, la misma duda, es un acto de pensamiento que implica inmediatamente la existencia del «yo» pensante. De ahí su célebre formulación: pienso, luego existo (cogito, ergo sum). Por lo tanto, podemos estar firmemente seguros de nuestro pensamiento y de nuestra existencia. Existimos y somos una sustancia pensante, espiritual.

A partir de ello elabora Descartes toda su filosofía. Dado que no puede confiar en las cosas, cuya existencia aún no ha podido demostrar, Descartes intenta partir del pensamiento, cuya existencia ya ha sido demostrada. Aunque pueda referirse al exterior, el pensamiento no se compone de cosas, sino de ideas sobre las cosas. La cuestión que se plantea es la de si hay en nuestro pensamiento alguna idea o representación que podamos percibir con la misma «claridad» y «distinción» (los dos criterios cartesianos de certeza) con la que nos percibimos como sujetos pensantes.

Clases de ideas

Descartes pasa entonces a revisar todos los conocimientos que previamente había descartado al comienzo de su búsqueda. Y al reconsiderarlos observa que las representaciones de nuestro pensamiento son de tres clases: ideas «innatas», como las de belleza o justicia; ideas «adventicias», que proceden de las cosas exteriores, como las de estrella o caballo; e ideas « ficticias», que son meras creaciones de nuestra fantasía, como por ejemplo los monstruos de la mitología.

Las ideas «ficticias», mera suma o combinación de otras ideas, no pueden obviamente servir de asidero. Y respecto a las ideas «adventicias», originadas por nuestra experiencia de las cosas exteriores, es preciso obrar con cautela, ya que no estamos seguros de que las cosas exteriores existan. Podría ocurrir, dice Descartes, que los conocimientos «adventicios», que consideramos correspondientes a impresiones de cosas que realmente existen fuera de nosotros, hubieran sido provocados por un «genio maligno» que quisiera engañarnos. O que lo que nos parece la realidad no sea más que una ilusión, un sueño del que no hemos despertado.

Del Yo a Dios

Pero al examinar las ideas «innatas», sin correlato exterior sensible, encontramos en nosotros una idea muy singular, porque está completamente alejada de lo que somos: la idea de Dios, de un ser supremo infinito, eterno, inmutable, perfecto. Los seres humanos, finitos e imperfectos, pueden formar ideas como la de «triángulo» o «justicia». Pero la idea de un Dios infinito y perfecto no puede nacer de un individuo finito e imperfecto: necesariamente ha sido colocada en la mente de los hombres por la misma Providencia. Por consiguiente, Dios existe; y siendo como es un ser perfectísimo, no puede engañarse ni engañarnos, ni permitir la existencia de un «genio maligno» que nos engañe, haciéndonos creer que es real un mundo que no existe. El mundo, por lo tanto, también existe. La existencia de Dios garantiza así la posibilidad de un conocimiento verdadero.

Esta demostración de la existencia de Dios constituye una variante del argumento ontológico empleado ya en el siglo XII por San Anselmo de Canterbury, y fue duramente atacada por los adversarios de Descartes, que lo acusaron de caer en un círculo vicioso: para demostrar la existencia de Dios y así garantizar el conocimiento del mundo exterior se utilizan los criterios de claridad y distinción, pero la fiabilidad de tales criterios se justifica a su vez por la existencia de Dios. Tal crítica apunta no sólo a la validez o invalidez del argumento, sino también al hecho de que Descartes no parece aplicar en este punto su propia metodología.

Res cogitans y res extensa

Admitida la existencia del mundo exterior, Descartes pasa a examinar cuál es la esencia de los seres. Introduce aquí su concepto de sustancia, que define como aquello que «existe de tal modo que sólo necesita de sí mismo para existir». Las sustancias se manifiestan a través de sus modos y atributos. Los atributos son propiedades o cualidades esenciales que revelan la determinación de la sustancia, es decir, son aquellas propiedades sin las cuales una sustancia dejaría de ser tal sustancia. Los modos, en cambio, no son propiedades o cualidades esenciales, sino meramente accidentales.


René Descartes

El atributo de los cuerpos es la extensión (un cuerpo no puede carecer de extensión; si carece de ella no es un cuerpo), y todas las demás determinaciones (color, forma, posición, movimiento) son solamente modos. Y el atributo del espíritu es el pensamiento, pues el espíritu «piensa siempre». Existe, por lo tanto, una sustancia pensante (res cogitans), carente de extensión y cuyo atributo es el pensamiento, y una sustancia que compone los cuerpos físicos (res extensa), cuyo atributo es la extensión, o, si se prefiere, la tridimensionalidad, cuantitativamente mesurable en un espacio de tres dimensiones. Ambas son irreductibles entre sí y totalmente separadas. Es lo que se denomina el «dualismo» cartesiano.

En la medida en que la sustancia de la materia y de los cuerpos es la extensión, y en que ésta es observable y mesurable, ha de ser posible explicar sus movimientos y cambios mediante leyes matemáticas. Ello conduce a la visión mecanicista de la naturaleza: el universo es como una enorme máquina cuyo funcionamiento podremos llegar a conocer mediante el estudio y descubrimiento de las leyes matemáticas que lo rigen.

La comunicación de las sustancias

La separación radical entre materia y espíritu es aplicada rigurosamente, en principio, a todos los seres. Así, los animales no son más que máquinas muy complejas. Sin embargo, Descartes hace una excepción cuando se trata del hombre. Dado que está compuesto de cuerpo y alma, y siendo el cuerpo material y extenso (res extensa), y el alma espiritual y pensante (res cogitans), debería haber entre ellos una absoluta incomunicación.

No obstante, en el sistema cartesiano esto no ocurre, sino que el alma y el cuerpo se comunican entre sí, no al modo clásico, sino de una manera singular. El alma está asentada en la glándula pineal, situada en el encéfalo, y desde allí rige al cuerpo como «el nauta rige la nave», por medio de los espíritus animales, sustancias intermedias entre espíritu y cuerpo a manera de finísimas partículas de sangre, que transmiten al cuerpo las órdenes del alma. La solución de Descartes no resultó satisfactoria, y el llamado problema de la comunicación de las sustancias sería largamente discutido por los filósofos posteriores.

Su influencia

Tanto por no haber definido satisfactoriamente la noción de sustancia como por el franco dualismo establecido entre las dos sustancias, Descartes planteó los problemas fundamentales de la filosofía especulativa europea del siglo XVII. Entendido como sistema estricto y cerrado, el cartesianismo no tuvo excesivos seguidores y perdió su vigencia en pocas décadas. Sin embargo, la filosofía cartesiana se convirtió en punto de referencia para gran número de pensadores, unas veces para intentar resolver las contradicciones que encerraba, como hicieron los pensadores racionalistas, y otras para rebatirla frontalmente, como los empiristas.

Así, Nicolás Malebranche intentó, con su doctrina ocasionalista, conciliar el cartesianismo con la filosofía de San Agustín. El filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz y el holandés Baruch Spinoza establecieron formas de paralelismo psicofísico para explicar la comunicación entre cuerpo y alma. Spinoza, de hecho, fue aún más lejos, y afirmó que existía una sola sustancia, que englobaba en sí el orden de las cosas y el de las ideas, y de la que la res cogitans y la res extensa no eran sino atributos, con lo que se llegaba al panteísmo.

Desde un punto de vista completamente opuesto, los empiristas británicos Thomas Hobbes, John Locke y David Hume negaron que la idea de una sustancia espiritual fuera demostrable; afirmaron que no existían ideas innatas y que la filosofía debía reducirse al terreno de lo conocido por la experiencia. La concepción cartesiana de un universo mecanicista, en fin, influyó decisivamente en la génesis de la física clásica, cuyo hito fundacional sería la publicación de los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), obra en que Newton estableció los tres principios fundamentales de la dinámica, también llamados leyes de Newton.

No resulta exagerado afirmar, en suma, que si bien Descartes no llegó a resolver muchos de los problemas que planteó, tales problemas se convirtieron en cuestiones centrales de la filosofía occidental. En este sentido, la filosofía moderna (racionalismo, empirismo, idealismo, materialismo, fenomenología) puede considerarse como un desarrollo o una reacción al cartesianismo.

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/d/descartes.htm

Aristóteles

La filosofía occidental se asienta en la obra de los tres grandes filósofos griegos de la Antigüedad: Sócrates, Platón y Aristóteles. Pese a la singular relación que los unió (Sócrates fue maestro de Platón, quien lo fue a su vez de Aristóteles), la orientación de su pensamiento tomó distintos caminos, y correspondería a Aristóteles culminar los esfuerzos de sus maestros y ejercer la influencia más perdurable, no sólo en el terreno de la filosofía y la teología, sino prácticamente en todas las disciplinas científicas y humanísticas. De hecho, por el rigor de su metodología y por la amplitud de los campos que abarcó y sistematizó, Aristóteles puede ser considerado el primer investigador científico en el sentido moderno de la palabra.


Aristóteles

Algunos ejemplos pueden dar idea de hasta qué punto Aristóteles estableció las bases que configurarían el pensamiento europeo: las teologías cristiana y musulmana del Medioevo asumieron su metafísica; la física y la astronomía aristotélicas se mantuvieron vigentes hasta el siglo XVII; sus estudios zoológicos, hasta el XIX; la lógica, hasta el siglo XX; sus apenas cincuenta páginas sobre estética se siguen debatiendo en nuestros días.

Su incuestionada autoridad, reforzada desde la Baja Edad Media por el aristotelismo eclesiástico, llegó incluso a frenar el desarrollo de la ciencia. De tomarse este hecho como una acusación, habría que dirigirla no al filósofo sino a sus dogmáticos seguidores; pero más razonable es tomarlo como ilustración de la sobrehumana magnitud de su impronta y del abismal adelanto que representó su obra.

En la Academia de Platón

Aristóteles nació en el año 384 a.C. en Estagira, una pequeña localidad macedonia cercana al monte Athos; de su población natal procede una designación habitual para referirse al filósofo: el Estagirita. Su padre, Nicómaco, era médico de la corte de Amintas III, padre de Filipo II de Macedonia y, por tanto, abuelo de Alejandro Magno. Nicómaco pertenecía a la familia de los Asclepíades, que se reclamaba descendiente del dios fundador de la medicina y cuyo saber se transmitía de generación en generación. Ello invita a pensar que Aristóteles fue iniciado de niño en los secretos de la medicina, y que de ahí le vino su afición a la investigación experimental y a la ciencia positiva. Huérfano de padre y madre en plena adolescencia, fue adoptado por Proxeno, al cual podría mostrar años después su gratitud adoptando a un hijo suyo llamado Nicanor.

En el año 367, es decir, cuando contaba diecisiete años de edad, fue enviado a Atenas para estudiar en la Academia de Platón. No se sabe qué clase de relación personal se estableció entre ambos filósofos, pero, a juzgar por las escasas referencias que hacen el uno del otro en sus escritos, no cabe hablar de una amistad imperecedera. Lo cual, por otra parte, resulta lógico si se tiene en cuenta que la filosofía de Aristóteles iba a fundarse en una profunda crítica al sistema filosófico platónico.

Ambos partían de Sócrates y de su concepto de eidos, pero las dificultades de Platón para insertar en el mundo real su mundo eidético, el mundo de las Ideas, obligaron a Aristóteles a ir perfilando términos como «sustancia», «materia» y «forma», que le alejarían definitivamente de la Academia. En cambio es absolutamente falsa la leyenda según la cual Aristóteles se marchó de Atenas despechado porque Platón, a su muerte, designase a su sobrino Espeusipo para hacerse cargo de la Academia: por su condición de macedonio, Aristóteles no era legalmente elegible para ese puesto.

Preceptor de Alejandro Magno

A la muerte de Platón, acaecida en el 348, Aristóteles contaba treinta y seis años de edad, había pasado veinte de ellos simultaneando la enseñanza con el estudio y se encontraba en Atenas, como suele decirse, sin oficio ni beneficio. Así que no debió de pensárselo mucho cuando supo que Hermias de Atarneo, un soldado de fortuna griego (por más detalles, eunuco) que se habla apoderado del sector noroeste de Asia Menor, estaba reuniendo en la ciudad de Axos a cuantos discípulos de la Academia quisieran colaborar con él en la helenización de sus dominios. Aristóteles se instaló en Axos en compañía de Jenócrates de Calcedonia, un colega académico, y de Teofrasto, discípulo y futuro heredero del legado aristotélico.

El Estagirita pasaría allí tres años apacibles y fructíferos, dedicándose a la enseñanza, a la escritura (gran parte de su Política la redactó allí) y a la vida doméstica. Primero se casó con una sobrina de Hermias llamada Pitias, con la que tuvo una hija. Pitias debió de morir muy poco después y Aristóteles se unió a otra estagirita, de nombre Erpilis, que le dio un hijo, Nicómaco, al que dedicaría su Ética. Dado que el propio Aristóteles dejó escrito que el varón debe casarse a los treinta y siete años y la mujer a los dieciocho, resulta fácil deducir qué edades debían de tener una y otra cuando se unió a ellas.

Tras el asesinato de Hermias, en el 345, Aristóteles se instaló en Mitilene (isla de Lesbos), dedicándose, en compañía de Teofrasto, al estudio de la biología. Dos años más tarde, en el 343, fue contratado por Filipo II de Macedonia para que se hiciese cargo de la educación de su hijo Alejandro, a la sazón de trece años de edad. Tampoco se sabe mucho de la relación entre ambos, ya que las leyendas y las falsificaciones han borrado todo rastro de verdad. De ser cierto el carácter que sus contemporáneos atribuyen a Alejandro (al que tachan unánimemente de arrogante, bebedor, cruel, vengativo e ignorante), no se advierte rasgo alguno de la influencia que Aristóteles pudo ejercer sobre él. Como tampoco se advierte la influencia de Alejandro Magno sobre su maestro en el terreno político: años después, mientras Aristóteles seguía predicando la superioridad de la ciudad-estado, su presunto discípulo establecía las bases de un imperio universal sin el que, al decir de los historiadores, la civilización helénica hubiera sucumbido mucho antes.

El Liceo de Atenas

Poco después de la muerte de Filipo (336 a.C.), Alejandro hizo ejecutar a un sobrino de Aristóteles, Calístenes de Olinto, a quien acusaba de traidor. Conociendo el carácter vengativo de su discípulo, Aristóteles se refugió un año en sus propiedades de Estagira, trasladándose en el 334 a Atenas para fundar, siempre en compañía de Teofrasto, el Liceo, una institución pedagógica que durante años habría de competir con la Academia platónica, dirigida en ese momento por su viejo camarada Jenócrates de Calcedonia.

Los once años que median entre su regreso a Atenas y la muerte de Alejandro, en el 323, fueron aprovechados por Aristóteles para llevar a cabo una profunda revisión de una obra que, al decir de Hegel, constituye el fundamento de todas las ciencias. Para decirlo de la forma más sucinta posible, Aristóteles fue un prodigioso sintetizador del saber, tan atento a las generalizaciones que constituyen la ciencia como a las diferencias que no sólo distinguen a los individuos entre sí, sino que impiden la reducción de los grandes géneros de fenómenos y las ciencias que los estudian. Los seres, afirma Aristóteles, pueden ser móviles e inmóviles, y al mismo tiempo separados (de la materia) o no separados. La ciencia que estudia los seres móviles y no separados es la física; la de los seres inmóviles y no separados es la matemática, y la de los seres inmóviles y separados, la teología.

La amplitud y la profundidad de su pensamiento son tales que fue preciso esperar dos mil años para que surgiese alguien de talla parecida. Después de que, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino integrase sus doctrinas en la teología cristiana, la autoridad del Estagirita llegó a quedar tan establecida e incuestionada como la que ejercía la Iglesia, y tanto en la ciencia como en la filosofía todo intento de avance intelectual tendría que empezar con un ataque a cualquiera de los principios filosóficos aristotélicos. Sin embargo, el camino seguido por el pensamiento de Aristóteles hasta alcanzar su posterior preeminencia es tan asombroso que, aun descontando lo que la leyenda haya podido añadir, parece un argumento de novela de aventuras.

La aventura de los manuscritos

Con la muerte de Alejandro en el 323, se extendió en Atenas una oleada de nacionalismo (antimacedonio) desencadenado por Demóstenes, hecho que le supuso a Aristóteles enfrentarse a una acusación de impiedad. No estando en su ánimo repetir la aventura de Sócrates, Aristóteles se exilió a la isla de Chalcis, donde murió en el 322. Según la tradición, Aristóteles cedió sus obras a Teofrasto, el cual las cedió a su vez a Neleo, quien las envió a casa de sus padres en Esquepsis sólidamente embaladas en cajas y con la orden de que las escondiesen en una cueva para evitar que fuesen requisadas con destino a la biblioteca de Pérgamo.

Muchos años después, los herederos de Neleo las vendieron a Apelicón de Teos, un filósofo que se las llevó consigo a Atenas. En el 86 a.C., en plena ocupación romana, Lucio Cornelio Sila se enteró de la existencia de esas cajas y las requisó para enviarlas a Roma, donde fueron compradas por Tiranión el Gramático. De mano en mano, las obras fueron sufriendo sucesivos deterioros hasta que, en el año 60 a.C., fueron adquiridas por Andrónico de Rodas, el último responsable del Liceo, quien procedió a su edición definitiva.

A Andrónico se debe, por ejemplo, la introducción del término «metafísica». En su ordenación de la obra aristotélica, Andrónico situó, a continuación de los libros sobre la física, una serie de tratados que agrupó bajo el título de Metafísica, rótulo anodino que significaba literalmente «después de la física» y que pasaría posteriormente a designar esta rama fundamental de la filosofía. Aristóteles nunca empleó ese término; los tratados así titulados versaban sobre lo que el Estagirita llamaba «filosofía primera».

Con la caída del Imperio romano, las obras de Aristóteles, como las del resto de la cultura grecorromana, desaparecieron hasta que, bien entrado el siglo XII, fueron recuperadas por el árabe Averroes, quien las conoció a través de las versiones sirias, árabes y judías. Del total de 170 obras que los catálogos antiguos recogían, sólo se han salvado 30, que vienen a ocupar unas dos mil páginas impresas. La mayoría de ellas proceden de los llamados escritos «acroamáticos», concebidos para ser utilizados como tratados en el Liceo y no para ser publicados. En cambio, se ha perdido la mayor parte de las obras publicadas en vida del propio Aristóteles, escritas (a menudo en forma diálogos) para el público general.

Fuente: https://www.biografiasyvidas.com/monografia/aristoteles/

platón

En el primer tema de filosofía es muy importante Platón.

Vida y obra platónicas

Platón nació en Atenas sobre el 428/27 a.C. en el seno de una influyente familia aristocrática. Su origen noble le permitió disfrutar de una educación integral (gramática, retórica, música, poesía, etc.) enfocada hacia una futura vida política, que, por aquel entonces, estuvo marcada tanto por la Guerra del Peloponeso y el declive de la democracia ateniense. Hacia el año 407, el joven Platón empezó a frecuentar el círculo de Sócrates, convirtiéndose en uno de sus discípulos más cercanos hasta su condena a muerte en el 399. Tras aquel acontecimiento, que dejaría una profunda impronta en su vida, realizó una serie de viajes que le condujeron hacia diversos centros del saber la época, desde Egipto hasta las colonias griegas del sur de Italia. Allí se familiarizó con las doctrinas pitagóricas, además de visitar la corte del tirano Dioniso I, en la ciudad de Siracusa.

De regreso a Atenas, hacia el 387, Platón fundó la Academia, una institución destinada a dar una educación filosófica completa a los futuros políticos. En poco tiempo, la Academia platónica –entre cuyos primeros alumnos estará Aristóteles– encontró su lugar en la vida educativa ateniense, ofreciendo un conjunto variado de disciplinas que iban de la dialéctica a las matemáticas, pasando por la música, la astronomía o la física. Más adelante, habiendo fracasado en varios viajes más a Siracusa, el filósofo retornó a su ciudad natal en el 360, donde fallecería sobre el 348.

Platón nos ha legado una obra filosófica inmensa, concebida casi toda ella en forma de diálogos. Alrededor de 36 diálogos se han logrado transmitir de manera íntegra, reproduciéndose en ellos el mismo esquema y estrategia literarios, también un mismo lenguaje didáctico, donde el pensador ateniense no planteó tanto una sistematización ordenada de su pensamiento cuanto una conversación filosófica abierta cuyo protagonista era siempre Sócrates. Por otro lado, en sus obras se intenta reproducir el espíritu indagador de la mayéutica socrática, aunque reforzada por una bello y original estilo expositivo. Así, adoptan la forma compositiva de prolongados debates filosóficos con diferentes interlocutores, en los que mediante el comentario indirecto, los excursos o el decisivo relato mitológico, el personaje llamado “Sócrates” encarna una incesante búsqueda dialéctica por la verdad intercalada por sugerentes imágenes, parábolas, alegorías o metáforas.

El problema de la clasificación de los diálogos platónicos, así como su autenticidad y atribución, ha derrochado importantes ríos de tinta desde la Antigüedad hasta nuestros días. Además, al no estar fechados, los diálogos no son fácilmente ordenables desde una perspectiva cronológica, aunque el denodado trabajo filológico haya estado en condiciones de fijar una serie de criterios mínimos para dividir la obra platónica en cuatro periodos: diálogos de la época de juventud (393-389), con obras sobre temas ético-prácticos como Apología de Sócrates, Critón, Protágoras, etc.; diálogos de transición (389-385), con obras de transición sobre temas del lenguaje y cuestiones políticas como Gorgias, Menón y Crátilo; diálogos de madurez (385-370), con obras como El banquete, Fedro, Fedón o La República, donde aparecen los temas fundamentales de su filosofía como la teoría de las ideas, la teoría del conocimiento, la doctrina del alma o la concepción del Estado; por último, diálogos de vejez (369-348), con obras tardías como Parménides, Timeo o Leyes, donde se revisan muchos de los planteamientos de las etapas anteriores, y que versan sobre cuestiones lógicas, políticas, médicas o científico-naturales.

Pensamiento platónico: teoría de las ideas

No es fácil elegir un punto de partida para adentrarse en el pensamiento platónico, aunque muchos estudiosos coinciden en que el descubrimiento de la existencia de una realidad suprasensible representa uno de los mejores hilos conductores para sumergirnos en la radical novedad de su pensamiento y ponderar su impacto en la historia de la cultura occidental. Para expresar dicha novedad, Platón recurrió en su diálogo Fedón a una imagen simbólica que definió en términos de “segunda navegación”, como posterior a la “primera navegación” emprendida por los filósofos presocráticos. Pues así como la navegación iniciática de la filosofía presocrática quiso explicar la naturaleza apelando a principios originarios de tipo material vinculados a lo sensible, la segunda navegación platónica dejaba atrás la física para trazar otra senda, que implicaba el paso de la esfera del conocimiento sensible a la ardua conquista del conocimiento suprasensible.

Para ilustrar este nuevo camino, Platón se sirve del siguiente ejemplo. Pongamos que queremos responder a la pregunta de por qué es bella una cosa. Si quisieran explicar ese “por qué”, los filósofos presocráticos recurrirían a elementos físicos del objeto observado (figura, color, etc.); sin embargo, el filósofo ateniense señala que, en tal caso, no estaríamos determinando la causa que hace que una multitud de objetos sensibles se nos aparezcan como bellos. Consideradas en su conjunto, todos esos objetos empíricos cuya belleza constatamos parecen participar de algo que va más allá de la figura, el color, etc. de cada caso individual, de ahí que parezca plausible defender la existencia de una causa superior que dé razón de esa inteligibilidad, de esa captación no sensible ni visible de lo bello en sí:


Sócrates – Pues bien, a estas muchas cosas bellas, iguales, etc., las puedes tocar, ver o percibir por los otros sentidos, mientras que las que se comportan idénticamente no podrás aprehenderlas por ningún otro medio que por el uso racional de la mente, dado que éstas son invisibles y no perceptibles a la vista.
Cebes – Dices la verdad.
Sócrates – ¿Quieres entonces que admitamos dos clases de cosas; unas perceptibles a la vista, las otras invisibles?
Cebes – Admitámoslas.
Sócrates – ¿Y que las invisibles siempre se comportan idénticamente, en tanto que las perceptibles a la vista jamás se comportan idénticamente?
Cebes – Admitamos también eso. (Fedón 78d-79a)


Estas causas de naturaleza no física de las que habla Sócrates con ocasión de lo bello, estas realidades inteligibles que trascienden la apariencia cambiante de las cosas fueron designadas por Platón con el término “idea” (eîdos). La palabra griega “idea” significa “forma” o “paradigma”, y es una suerte de modelo arquetípico, único e inmutable, de una determinada clase de objetos del mundo tales como la idea de justicia o de belleza, pero también la idea de círculo o de silla. Sin embargo, las ideas no son simples pensamientos, ni tampoco meros objetos mentales, antes bien, son entidades puramente inteligibles, captables exclusivamente mediante la inteligencia y sin la intervención de los sentidos.

La llamada teoría de las ideas es uno de los pilares sobre los que se asentará todo el pensamiento platónico, desde la física hasta la ética, pasando por la política y la teoría del conocimiento. Nos encontramos ante la primera respuesta integral a la pregunta por la naturaleza de la realidad y el conocimiento basada en un marcado dualismo ontológico y epistemológico, esto es, admitiendo diferentes niveles de realidad y de conocimiento.

La teoría de las ideas como dualismo ontológico

De entrada, para el filósofo ateniense discriminar dos planos de realidad de las cosas implica postular la existencia de dos mundos: el mundo inteligible y el mundo sensible.

Por un lado, el mundo inteligible no se puede percibir mediante los sentidos y está constituido solo por las ideas, siendo un mundo inmaterial y eterno, perfecto e inmutable, accesible exclusivamente mediante el intelecto. En dicho mundo, no todas las ideas son iguales y pueden ser de diverso tipo, manteniendo siempre un orden jerárquico; así, pueden existir formas matemáticas o geométricas –igualdad, unidad o triángulo–, o bien valores morales o estéticos –justicia, bondad o belleza–, presididos las más de las veces por la idea de Bien, entendida como idea suprema que, como el Sol, posibilita la iluminación de todo lo existente.

Por otro lado, el mundo sensible es el mundo físico y material, donde las cosas son visibles y conocidas a través de los sentidos. En cuanto mundo mudable e imperfecto es corruptible, de modo que está sometido al cambio, a la generación y a la destrucción. Este mundo está dominado por las apariencias engañosas que producen los sentidos, que existen por imitación o bien por participación de las ideas, de ahí que Platón insista en que dicho mundo es un mero reflejo o copia del mundo de las ideas.

Tal vez sea en su diálogo de vejez Timeo donde mejor se ejemplifique la aspiración platónica de explicar la estructura interna del universo, así como su funcionamiento y su génesis en cuanto cosmos racional y perfecto, a partir de esta concepción dualista de la realidad. Ofreciendo una narración sobre la formación del cosmos –acudiendo para ello a elementos míticos, no menos que a doctrinas del pitagorismo, el orfismo y el atomismo–, Platón brinda una explicación sobre la racionalidad del universo como resultado de la intervención de un ser superior, un diseñador o arquitecto del mundo que recibirá el nombre de demiurgo. El demiurgo no es un dios creador omnipotente, sino un artesano que según un modelo preexistente impone orden y estructura en el caos de una materia primigenia también preexistente; asimismo, está subordinado ontológicamente a las ideas eternas y depende de su contemplación y posterior reproducción como formas bellas y perfectas para modelar el mundo sensible partiendo de esta materia caótica e informe, sometida como está al movimiento y al ciego azar (Timeo 28c-29b).

La teoría de las ideas como dualismo epistemológico

Para Platón, esta concepción de los dos órdenes de realidad está íntimamente vinculada con su teoría del conocimiento, de ahí que la doctrina de las ideas posea siempre una vertiente epistemológica, esto es, relativa a la naturaleza del conocimiento y a sus diferentes grados. En efecto, ¿cómo pueden los hombres –que pertenecen a la esfera sensible e imperfecta– participar de la realidad eterna y suprema de las ideas? ¿Cómo pasar de la mera opinión (doxa) sobre las cosas sensibles en el mundo cambiante y aparente, al saber científico estricto y al conocimiento intelectual (epistéme)?

La respuesta a esta pregunta será abordada mediante la doctrina de la reminiscencia o anámnesis, una forma de conocimiento que se expresa en la divisa “conocer es recordar”, un reemerger de algo que ha existido siempre en la interioridad de nuestra alma. Lo que tal doctrina para sugerirnos es que cualquier aprendizaje y conocimiento humanos no se realiza por medio de la acumulación de experiencias particulares, sino que es el recuerdo de las ideas que nuestra alma ha contemplado durante su existencia primera en el mundo inteligible de las ideas. La reminiscencia implica, pues, la inmortalidad del alma constituyendo, por consiguiente, un poderoso argumento de esa inmortalidad.

El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud, sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando, pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa –eso que los hombres llaman aprender–, encuentre él mismo todas las demás, si es valeroso e infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son otra cosa, en suma, que una reminiscencia (Menón 81c-d).

Por un lado, la teoría de la anámnesis remite a un horizonte mítico-religioso basado en la concepción dualista de origen órfico-pitagórico sobre la distinción cuerpo-alma, que remite a una doctrina de la salvación del hombre y su destino tras la muerte. En esta comprensión antropológica asumida por Platón, el alma inmortal va reencarnándose cíclicamente en distintos cuerpos, de manera que, cuando conocemos, en realidad recordamos lo que ya el alma había aprendido en otras vidas. No en vano, el cuerpo forma parte del mundo sensible, es material y corruptible, perecedero y aparente, de ahí que posea siempre connotaciones negativas: es tanto la raíz de todo mal como la tumba o cárcel del alma, de la que esta aspira a liberarse en cuanto lugar de expiación de una culpa originaria (Crátilo 400c). Tal es, de hecho, la profunda dimensión escatológica que podemos reconstruir en las narraciones platónicas del “mito de Er” o el “mito del carro alado”, por citar solo las más conocidos.

Por otro lado, la teoría de la anámnesis puede interpretarse en el sentido de que el horizonte mítico-religioso sirve también a un interés epistemológico, que parte de la confianza de que la búsqueda filosófica de un saber adquirido antes de la experiencia de la realidad sensible es posible. Para elaborar un conocimiento que supere la simple opinión hay un camino cognoscitivo que se puede recorrer: el camino dialéctico, que permite remontarse al mundo de las ideas. Así pues, si la misión del filósofo posee también una vertiente educativa, lo es en la medida en que únicamente la dialéctica represente el método por el cual el pensamiento se eleva por encima de las meras opiniones, en un movimiento simultáneamente doble de ascenso hasta la intuición de la idea y de descenso crítico de esclarecimiento de esta. En este sentido, los diálogos platónicos ejemplifican esta confianza suprema en la filosofía, a saber: que solo ella permite la adquisición de aquel tipo de conocimiento que se eleva hasta el supremo conocimiento de lo inteligible.

III. El Estado ideal platónico

Podemos afirmar que la teoría política en general, y la teoría del Estado en particular, encuentran en Platón su momento fundacional. Heredero del impulso socrático, descubridor de los principios básicos de la vida política, el filósofo ateniense inaugura una larga tradición del pensamiento occidental que defiende la íntima relación que existe siempre entre la política y la filosofía, así como entre la política y la ética, cifrándose su empeño teórico en fundar un orden moral para la realización de la virtud. En este sentido, su innovador cuestionamiento filosófico sigue siendo irrenunciable para pensar toda vida en sociedad: ¿debe el fundamento ideal sobre el que se base toda construcción política sostenerse sobre un principio de orden ético?

Comprendida como virtud, a esta aspiración ideal y utópica de una mejor organización social y política de la polis Platón la llamará “justicia”, y su indagación será el objeto de estudio de La República, donde abordará, entre otros muchos aspectos, la organización del Estado ideal y la educación los ciudadanos en su interior.

La organización de la ciudad-Estado ideal

La ciudad-Estado nace porque no somos autárquicos ni nos bastamos a nosotros mismos, es más, son nuestras mutuas necesidades las que nos llevan a asociarnos cooperativamente y a dividir las diferentes tareas en su seno; de ahí que toda sociedad sea una mutua satisfacción de necesidades entre sus miembros, cuyas capacidades se complementan de un modo recíproco:

– Pues bien –comencé yo [Sócrates]–, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees que es otra la razón por la cual se fundan las ciudades?

– Ninguna otra – contestó [Glaucón].

– Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas en calidad de asociados y auxiliares y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?

– Así. (República 369b-c)

Del análisis de las necesidades que debería cubrir una sociedad ideal deduce Platón la necesaria existencia de tres clases sociales que configurarían la organización del Estado proyectado: los agricultores y artesanos, los guardianes y los gobernantes-filósofos, junto con sus correspondientes virtudes (templanza, fortaleza y prudencia). Ni que decir tiene que se trata de una estructura tripartita de la sociedad, rígida y cerrada, que coincidiría con la división tripartita del alma humana: concupiscible, irascible y racional.

Este paralelismo entre la naturaleza del Estado y la naturaleza del individuo resulta decisivo para comprender el alcance de la propuesta platónica. Pues del mismo modo que en el Estado encontramos tres clases sociales, también en el individuo deben identificarse tres partes del alma, correspondiéndole una virtud predominante a cada una de ellas. Si en cada parte del ciudadano prevalece una de estas tres partes, podremos distribuir armónicamente las funciones sociales de acuerdo con las características psicológicas del individuo. Determinada la virtud que corresponde a cada clase social, estaremos en condiciones de determinar en qué puede consistir la justicia en la polis ideal, a saber: que cada clase social se ocupe de la tarea que le corresponde con arreglo a su virtud, cumpliendo su misión conforme al orden ideal.

La educación en la ciudad-Estado ideal

El otro pilar de la construcción política de La República es la educación, por cuanto una polis perfecta debe tener también una educación perfecta. Para Platón, el camino educativo no debe determinarse ni en función del origen familiar, ni debe dejarse en manos de los sofistas. Antes bien, debe diseñarse como un proceso selectivo y regulado mediante el cual se podrá determinar qué tipo de naturaleza tiene cada ser humano y, por lo tanto, a qué clase social ha de pertenecer.

Con todo, gran parte de los esfuerzos platónicos se centrarán en la tarea educativa de los gobernantes-filósofos, que se seleccionarían entre los mejores guardianes tras una larga formación y entrenamiento, representando una especie de aristocracia basada en la capacidad intelectual y en la preparación científica. En este sentido, serían los únicos capacitados para el gobierno perfecto, reuniendo las condiciones necesarias para el buen gobierno de la ciudad ideal y la perfecta organización de la sociedad humana de acuerdo con la justicia (República 474b), ya que poseerían el conocimiento de las ideas y, entre ellas, el de la idea suprema. De ahí que sea conveniente subrayar que la finalidad última de su educación consiste en llegar a conocer y contemplar precisamente la idea de Bien, a fin de implantarla más tarde en la realidad histórica concreta.

El mito de la caverna: una interpretación política

Para ilustrar mejor este momento, baste recordar la parte final de la alegoría más famosa de Platón, el conocido como “mito de la caverna”. Situada en el libro VII de La República, esta narración condensa la mayoría de temas de su filosofía y, entre otras muchas interpretaciones, permite ciertamente una en clave política.

Imaginemos una caverna, en cuyo interior viven unos hombres encadenados desde la infancia de cara a una pared. Imaginemos, asimismo, que en dicha caverna hay dos zonas separadas por un tabique: por un lado, el espacio de los hombres aprisionados, que solo pueden mirar hacia la pared del fondo de la cueva; por el otro, detrás del tabique y ocultos a la mirada de aquellos hombres, un camino por el que otros hombres transportan toda clase de objetos, al tiempo que, detrás suyo, arde una hoguera que proyecta las sombras de tales objetos sobre aquella pared del fondo de la caverna contemplada por los encadenados. Imaginemos, por último, que en dicha cueva hubiera eco y que los porteadores de objetos hablasen entre sí, de manera que por efecto del eco retumbasen sus voces desde el interior de la caverna. Pues bien, si todo ello sucediese, relata Platón, aquellos prisioneros no podrían ver otra cosa que las sombras de los objetos proyectadas sobre la pared y no oirían nada más que el eco de aquellas voces; al no haber visto jamás otra cosa en su vida, creerían que aquellas sombras constituirían la única realidad, igual que creerían que las voces de los ecos serían generadas por las sombras (República 515a-c).

Ahora bien, supongamos que uno de estos prisioneros fuera liberado de sus cadenas y que, al girarse, pudiera mirar directamente la luz del fuego. Sin duda tendría que realizar un esfuerzo grande para habituarse a esa luz, pero acabaría viendo los objetos detrás del tabique y, detrás de ellos, el fuego que los iluminaba, gozando así de una visión más verdadera. Y supongamos también que ese mismo hombre fuera obligado a salir de la caverna. Así las cosas, ¿quién sería este hombre que, obligado a salir de la caverna hasta franquear su salida a plena luz del día, mirando directamente el Sol, regresara a la caverna para liberar a sus antiguos compañeros de cadenas y comunicarles su descubrimiento?

Pues bien, si apostamos por una dimensión política del mito, la alegoría tal vez representa el intento de liberación de las cadenas que aprisionan a los demás seres humanos. Este regreso a la caverna representa, por tanto, el retorno del filósofo-gobernante, quien tras haber contemplado la idea de Bien –simbolizado por el Sol– se convierte en la persona capacitada para enseñar a los que no saben y gobernar la ciudad-Estado. Con ello, el mito enlaza también con la función y preponderancia educativas de la filosofía en la organización de la sociedad justa (República 519c-520a).

Fuente: https://www.alejandradeargos.com/index.php/es/completas/42-filosofos/41827-platon-biografia-pensamiento-y-obras